miércoles, 7 de julio de 2010

El arca de la alianza

Querido Joaquin,

Que decirte despues de tantas semanas te dejo otra nueva entrega, espero que te entretenga en estas calurosas tarde de verano.



Por fin soy yo quien toma la iniciativa en esta alocada búsqueda.
Como sabes tuvimos que salir corriendo de la Sinagoga del Tránsito, cuando aparecieron de pronto los misteriosos hombres de negro, puesto que además de no tener autorización para estar allí, ya habían frustrado la posibilidad de entrar en el cerro del Bu y no creo que esta vez, me permitieran continuar esta aventura.

Cuando logramos salir del recinto de la sinagoga, la compañía se disolvió inmediatamente, yéndonos cada uno por un lado diferente, para que no nos relacionaran o siguieran.

Yo anduve callejeando durante varias horas, absorto en mis pensamientos, ¿cómo nos podían haber encontrado?, la respuesta era clara, alguien nos había delatado y solo había dos persona que conocían la misión: el padre Topete y Francois Pasinni. Me decanté por este último, puesto que le acababa de conocer y además justo después de aceptarle como miembro, casi somos sorprendidos por los hombres de negro.

Aquello me llevó a tomar una inesperada decisión, esa misma noche volvería a la sinagoga; ahora que sabía por donde colarme, me escondería en su interior hasta encontrar el momento para entrar en las tripas de ésta y buscar la otra parte del plano.

La noche estaba oscura y para mi sorpresa, apenas me hube acercado a la tapia de la casa adyacente, por donde habíamos saltado huyendo de los hombres de negro, unas oscuras nubes taparon la luna y eliminaron cualquier tipo de luz, que pudiera rebelar mi camino, claro que también, la posibilidad de que yo lo viera.

A tientas, aun sin que mis ojos se hubieran acostumbrado a la oscuridad, salté la tapia, y cuando me descolgué al otro lado, no calculé bien la distancia, pues me pareció que caía por un precipicio, dañándome las plantas de los pies cuando topé con el suelo.

Dolorido y sin una vía clara de acceso, proseguí a tientas mi marcha, rezando para que no me topara en mi camino con nadie y con nada.
Entre las sombras pude entrever el jardín de la sinagoga, y lentamente, a través de él, llegué hasta la entrada, que no estaba cerrada con llave.

Me mantuve en silencio, con la oreja pegada a la puerta, para ver si oía algo o a alguien en su interior y pasados unos minutos pensé que no podía permanecer en esa ridícula postura eternamente y que debía arriesgarme. Y así lo hice.

Moví la falleba, procurando no hacer ruido, que cerraba la puerta, levantándola, cosa que no logré, porque cuando más despacio movía la puerta, más ruido hacían sus goznes, así que, penetré en el interior, a través de la rendija que había abierto.

Me sorprendió que la oscuridad del exterior fuera rota por la pequeña luz de un candil, que estaba encendido en una esquina del templo.

Esa lámpara me facilitó el trabajo, y me permitió avanzar hacia el altar de estilo plateresco, que se debió de añadir por la orden de calatrava, cuando los reyes católicos ocuparon el edificio y expulsaron a los judíos de Toledo y donde se colocaría el cuadro del Transito de la Virgen María, motivo por el que este edificio y la zona en la actualidad tiene ese mismo nombre.

En dicho lugar y escondida entre las volutas que adornaban el ara, encontré la cerradura que estaba disimulada entre las vueltas de las yeserías.

Saque de nuevo las tres llaves y di con la correcta al primer intento, abriéndose con una gran polvareda una oquedad que descendía desde la parte superior del altar y por la que con mucho cuidado me introduje.

Divisé unas escaleras y bajé por el hueco abierto, descendiendo a hacia su interior.

Saqué de mi bolsillo la linterna de la que ahora, no me separaba, dada la propensión a introducirme en oscuros pasadizos cerrados desde tiempos inmemoriales e iluminé, hasta donde pude, la estancia por la que iba a caminar. Vi, con una pasada de la luz, que en las paredes, de nuevo, estaba representado el trío simbólico que había encontrado en la catedral. Sin duda iba por el buen camino.

Descendí varias decenas de peldaños y me encontré en una oquedad horadada en la piedra por la que de nuevo se me mostraba un pasillo por el que seguir y en el que de nuevo, estaban pintadas las señales que me dirigían por el buen camino.
Anduve en la obscuridad varios metros hasta desembocar en una nueva sala de la cueva, esta vez de forma cuadrada y en la que, en ambos lados, se adivinaban, dos puertas.

Me dirigí primero a la de mi derecha, en uno de sus cercos había dibujada una estrella de David y lo que yo creía que era, una representación del gomor de Aarón, de donde manaba el maná, y en la de la izquierda estaban dibujados los tres símbolos conocidos, junto con una especie de arca, con cuatro aros en los laterales y lo que parecían una especie de esfinge. -¡no!- eran querubines, y el dibujo era una representación del arca de la alianza.

¿Un gran temor invadió mi corazón, sería ese el tesoro que estaba escondiendo esta búsqueda?, esperaba con toda mi alma que sobre mi recayera dicha responsabilidad.

Sin pensarlo atravesé la puerta en la que además del arca dibujada estaban mis símbolos, y esa abertura me llevó a otra sala de apariencia idéntica a la encontrada en la catedral, y en el centro de ella una mesa sobre la que de nuevo, se encontraba una caja, esta vez de lo que intuí era madera de cedro, y como en la anterior ocasión la unión de los símbolos abrió su tapadera y mostró un trozo de pergamino, sobre el que se había dibujado la otra parte del plano del laberinto. Como en otra ocasión, cuando lo extraje, encontré en su interior no un añillo, sino un medallón, en el que se había labrado un arco de herradura y en su interior una cruz.

Como en la anterior ocasión supe donde me enviaban: Nuestra siguiente visita sería a la Mezquita de la Luz.

Antes de salir, no pude evitar penetrar por la otra abertura de la sala.

En ella me encontré el tesoro más impresionante jamás soñado por nadie, y que sin duda perteneció a Samuel Leví. Había cofres abiertos de los que se habían derramado las joyas y el oro, vestidos, realizados en lo que habían sido ricas telas, vasijas y jarrones de delicada cerámica, espadas de una forja impoluta, libros encuadernados en piel y con filigranas de oro, raros instrumentos de música, y un detalle que me llamó la atención por su austeridad, fue una caja colocada sobre una peana, que contrastaba con las demás riquezas dispersas en la sala.

Me acerque y la abrí, en su interior solo encontré un sello forjado en lo que parecía hierro, con la forma de una estrella, una media luna y un pez, supuse que con el señalaban las paredes que marcaban nuestro camino, y junto con el pergamino y el medallón y la caja, todo me lo llevé.

Con sigilo, salí del altar como pude, dado el cargamento que de las entrañas me llevaba, y cerré intentando que no quedara vestigio de mi pequeño saqueo, pues además no quería, que por ahora, nadie supiera qué se escondía en el interior de la sinagoga, y menos que había estado oculto y ahora estaba a punto de salir a la luz.

Es ahora más esencial que nunca, el hecho de que nadie sepa nada de lo que estamos haciendo, pues no me preocupan el oro y las joyas escondidos, sino que descubran que alguien busca lo que se oculta en el cerro del Bú. Paciencia amiga mía que ya estamos cerca, y mira a tus espaldas por si alguien te sigue, tú ere mi único testigo.

Un saludo

Antonio Canosa